Hubo un tiempo en que un navegante surcaba el vasto mar,
su barco firme, sus velas llenas de sueños y ambición,
el horizonte siempre claro, su destino por lograr,
y en cada ola veía un nuevo camino por tomar.

Vivía en libertad, con el viento como guía,
las estrellas eran su mapa, el océano su hogar,
su alma danzaba ligera, sin temor ni compañía,
y en la soledad del agua, su espíritu podía volar.

Un día, en su travesía, una costa se perfiló,
sus arenas parecían doradas bajo el sol,
el navegante, cansado, en sus brazos se quedó,
pensando que ese puerto sería su farol.

Pero las aguas calmas escondían corrientes inciertas,
las olas que lo arrullaban pronto se volvieron cadenas,
y su barco, antes libre, quedó atrapado en sus esferas,
mientras su espíritu, encallado, sufría las penas.

Soportó la tormenta, aguantó el peso del dolor,
esperando que el viento cambiara su dirección,
y un día la calma volvió, junto al resplandor,
el puerto se llenó de luz, y con ella, el perdón.

Por un instante, todo pareció perfecto,
la paz que tanto anhelaba parecía regresar,
pero su corazón, aunque lleno de afecto,
anhelaba el océano y volver a navegar.

Recordaba las noches bajo el cielo estrellado,
cuando el mar le hablaba en susurros de libertad,
y añorando ese océano, su espíritu enredado,
decidió soltar amarras y recuperar su verdad.

Partió entonces hacia el mar, dejando la costa en calma,
volviendo a las aguas abiertas, donde hallaría su ser,
sabía que en la inmensidad recuperaría la calma,
pero la costa, en su mente, jamás se podría perder.

Y aunque ahora navega donde la brisa es su guía,
el recuerdo de la costa en su corazón perdura,
la extraña en su silencio, en la noche y en el día,
mientras el mar lo envuelve en su abrazo de ternura.

By JDSV

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